miércoles, 5 de mayo de 2010

El vals de los disfraces

La imponente calabaza que cuelga en lo alto del salón despliega una manta de luz roja sobre el piso. Allí se ve la juventud retorcerse en su intento por bailar. El decidido y ensordecedor compás, que se repite incansablemente, se entromete hasta en el más lejano rincón; inquieta a las cocineras; el guarda del parqueo tapa sus oídos... Seis horas de ruido ya son suficientes.
En una esquina del salón, donde ya la luz es exigua, un musculoso bombero abraza a Greta Garbo. No muy lejos de allí, sentados en el primer peldaño de una escalera, se miran fijamente el soldado y la enfermera. Ambos intentan levantarse, pero vacilan y desisten; tanto alcohol los imposibilita. Greta susurra un orgasmo en el oído del bombero, quien desconoce aún el nombre de su pareja. El soldado se anima y besa a la enfermera, que le inyecta un escalofrío con sus dulces gemidos.
La calabaza sigue brillando y bajo ella conversan dos amigos de hace muchos años. Juntos discuten el plan que los reúne: tocar las nalgas de la policía que tras ellos baila. Lo logran. La dama se estremece y disfruta; sin embargo, se queja: en medio de la borrachera, algo de dignidad ha guardado.
Desde el escenario en donde dos brujas sudorosas se contornean, ha sido expulsada una densa nube gris, que agita aún más la descoordinada danza de bestias. Los besos y las erecciones se multiplican. Ya nadie es consciente. La nube avanza y alimenta el lúgubre letargo de estos, nuestros jóvenes.
El despeino en la cabellera de Garbo no desvela al bombero. Este besa sus pulposas mejillas, topa con su nariz enhiesta y se detiene en sus orejas. Le dedica el verso que en el aire flota; Garbo lo atrapa y lo imagina entre sus piernas.
El soldado y la enfermera ya han logrado enderezarse. Se apoyan en la barra y se examinan. Ambos callan. El soldado ubica unos labios gruesos y un escote dadivoso en su pareja; se siente afortunado. Cuando la enfermera comienza a distinguir a su soldado, observa repentinamente una mancha perpetua, de muchos colores y formas. La enfermera cae y el soldado maldice su infortunio.
Hoy, Greta desvestirá a su bombero en un colchón desconocido. Sus disfraces, ya despoblados, se desordenarán en el suelo. Las pieles formarán, ahora sí, una armoniosa compañía. ¿Quién es, Greta, aquel que gime a tu lado? ¿Quién eres tú, Greta? Date cuenta de que otros disfraces han quedado.

viernes, 12 de junio de 2009

Ayudarte

Nadie conoce por qué la santa vocación del ingeniero Carlos de gastar horas, como poseso, al frente de su libreta. Sólo atiende al llamado de peticiones importantes, las que, para su propia suerte, son escazas. Qué puede ser más importante que la penumbra entre mente y papel, para este humilde ingeniero. Pareciera que nada. A veces el cumplimiento de su compromiso laboral se interpone, pero él lo supera mecánicamente, con gesto de muerto, con pasos de desposeído, para luego volver a su mágica rutina de lápiz y hojas.Quién diría que detrás de su cara de tonto , se esconda un ser sensible que siente la necesidad de jugar con palabras.
Nadie sabe lo que escribe. Sería mucho esfuerzo encontrar una pista en los ojos de ese ser que parece inerte. Qué emoción puede desprenderse de quien parece una predeterminación andante.
La gente le pregunta qué es lo que hay entre su extraña actitud y su vieja libreta y él responde, con una ironía mal construida, de esas que delatan su acercamiento a verdad plena, que se trata de un poema de amor.
Sin embargo, a nadie pareciera importarle. El viejo ingeniero Carlos es solo un pobre hombre que responde órdenes y cuya única actitud establecida por él mismo es la del hábito de su libreta, en la cual nada interesante puede estar escrito. Cuando habla, nunca logra acertar comentario coherente, y es imposible que esa, su fama, se evapore en las letras de sus escritos.
Al ingeniero Carlos un día nos le acercamos para explorar al menos una letra entre sus papeles, con el fin de conocer su trazo y de repente encontrar una pista. Fue imposible. Debemos decir que es un excelente guardián, y que un manuscrito no podría estar en mejores manos que las de él. Cuando alguien se acerca, no muestra celo por la mirada curiosa, pero en cuestión de segundos, como si nada pasara, se detiene y encuentra una acción lógica por ejecutar, como limpiar sus encías luego del almuerzo o peinar su escaza cabellera en medio del viento... cualquier acto que le permita cerrar su libreta.
Una tarde, nuestra acuciosidad obtuvo frutos. Entre la puerta entreabierta lo vimos, con su lápiz y sus hojas, con la mirada baja, jurando que estaba solo. Vimos con dificultad algunas letras inentendibles y para borrarles esa condición decidimos acercarnos aún más.
A partir de esa tarde vemos al ingeniero Carlos con otros ojos. Lo vemos con aprecio. Quizá todo por pura suerte. Entre tanta letra tan confusa, tan solo pudimos ver una palabra. Con ella hemos titulado este escrito.

jueves, 5 de febrero de 2009

El ratón

Yo tecleaba algunas cosas cuando mi hermano me llamó desde la cocina. Posiblemente, en otra ocasión no hubiese asistido a su llamado, pero su timbre de voz indicaba que algo extraño había pasado.
Entonces caminé a la cocina y escuché como un pitito de criatura en pena. Al llegar, vi que realmente el pitito era de una criatura en pena que me miraba con ojos saltarines y tiernos, como preguntándome qué estaba pasando, que él solo quería un poco de arroz que había sobre un suelo blanco y que ahora ese suelo blanco no lo dejaba moverse. Entonces mi hermano me dijo que lo ayudara a envolverlo, pero yo no pude, sobre todo porque mi perro me miraba desde abajo como esperando que algo pasara, y me pregunté si había alguna diferencia entre matar un ratón y matar un perro. Y me dije a mí mismo que no había diferencia alguna, por lo que me vi envuelto en un montón de ternura que iba aumentando cuando el ratoncito me miraba con su naricilla pegada al suelo, con el mismo chillido de antes y con ojos de perla negra.
Entonces fui al cuarto de mi madre y le dije que no me animaría a cometer esa injusticia, porque pobrecito el ratón. Mi madre dejó de ver la televisión, me miró y me dijo que quién decía que pobrecita ella cuando limpiaba el poco de mierda que dejaba por todo lado, y que tal vez esa mierda nos la comíamos con los frijoles y la sopa.
Fui otra vez a la cocina y volví a verlo en el mismo estado y le dije a mi hermano que yo no podía hacer eso y me fui. Inmediatamente comencé a escribir esto y cuando casi acababa, es decir, en este justo momento, llegó mi hermano y le pregunté si lo había hecho y me dijo que no, que le dio lástima.
- ¿Entonces qué hizo?
- Diay no… lo dejé ahí.